(Todos hemos tenido algún
vecino “fogoso”)
Gritos, golpes, pataleos;
tembleques en ambas piernas.
¡Ay…! ¡Sí…! ¡Ya…! Ruidos, jadeos…
De amor, palabras eternas
a voces y sin rodeos.
Sudores, gozos sonoros…
Ese ir arriba y abajo,
esas risas –que son lloros-
forcejeo sin relajo
sudando por los mil poros.
Las cuatro patas que aguantan
vieja cama de madera
crujen, se quejan, se espantan…
Brincando de tal manera
que el cuerpo casi quebrantan.
Chirrían somier y suelo.
La libido resucita
provocando tal revuelo
que algún vecino se excita
y la vecina entra en celo.
La comunidad se asoma
por las ventanas a oír
cómo el marido la “toma”
con tanto ardor y sentir
que, a poco más, la desloma.
Sus sonrisas y miradas
denotan complicidad;
comentando estas sonadas
muestras de felicidad
-feroces y entrecortadas-.
Rematan tensa faena
con tan profundos gemidos
que, en noche de luna llena,
de lobos son los aullidos
con tan exótica escena.
Luis Arranz Boal